El escalofrío por la muerte de Iván Fandiño recorrió ya de noche el mundo del toro. El mismo lamento alcanzó Orduña, donde creció, y Guadalajara, donde se hizo torero y residía. Como espontáneo homenaje, varios aficionados se citaron a las puertas del coso alcarreño. Rezaron por él y colocaron unas velas, una ikurriña y una bandera de España. En silencio, recordaron cuando el valor del matador vizcaíno hacía temblar el silencio de las plazas. O la tarde de mayo de 2014, cuando Las Ventas presenció el combate de dos bravos, toro y torero. Cara a cara en la hora de la muerte, Fandiño arrojó la muleta. Solo con su espada frente a la mirada de verdugo de aquel astifino morlaco. Entró a matar o morir. Voló por los aires. Cuando aterrizó en el albero, el toro agonizaba con el filo clavado hasta el alma. «Se torea como se es», decía el maestro Juan Belmonte.
Así era Iván Fandiño, de una valentía incorregible. Torero libre. Fiel a su amigo y apoderado, Néstor García. El sábado, con apenas 36 años, murió tras recibir un cornalón de 15 centímetros en la plaza de Aire sur l'Adour, en Francia. Su cadáver llegó ayer al tanatorio de Amurrio, donde fue velado por los suyos. Sus padres, Paco y Charo; su esposa, la ecuatoriana Cayetana García Barona, madre de Mara, la hija del torero, que aún no ha cumplido dos años. El paseíllo fúnebre para despedirle llega hoy a Orduña, donde será incinerado y de cuya Virgen tomó su primer apodo taurino: 'El Niño de la Antigua'. En la vieja plaza de Orduña empezó todo. En casa nadie habla de toros. Iván iba para pelotari. Tocaba el txistu y daba clases de euskara. Un mocetón vizcaíno. Eso lo cambió el toro. Afinó. Perdió peso para ajustarse al traje de luces y a las medidas de su sueño: ser el mejor. Y lo consiguió. A partir de 2011 salió por la puerta grande de las mejores plazas.
Fandiño lo remediaba todo con su valor. Con esa espada triunfó y fracasó: osó encerrarse en 2015 en Las Ventas con seis fieras de las ganaderías más bravas. A matar o morir. Apostó por él. Y esa vez perdió. No fue su faena. Acusó el golpe, y ahora peleaba por remontar y volver a la cima del escalafón. En ese retorno estaba el sábado en el coso francés.
Varios aficionados se citaron a las puertas del coso alcarreño para rezar por él
'Provechito', el tercero de la tarde, le correspondía a Juan del Álamo. Fandiño le hizo un quite. Bien. Pero trastabilló y el toro le embistió. «Llevadme al hospital, me muero», dijo crispado. La corrida continuó como si la cogida no fuera tan grave. Pero él percibía el final. El doctor Poirier, jefe del hospital Layné de Mont de Marsan donde trataron de reanimarle, dijo que era «imposible» salvarle. «Los daños en el hígado, el riñón y los pulmones eran irreversibles», señaló.
No había «nada» que hacer. «Tenía en el abdomen tres litros y medio de sangre negra, de las glándulas hepáticas, señal de que el hígado había reventado. La cornada también rompió la vena cava y produjo un severo derrame interno», describió. Fandiño llegó a la enfermería casi sin pulso ni tensión arterial. «Ni allí ni en el hospital había forma de salvarle», concluyó Poirier. En el traslado al hospital superó un primer fallo cardíaco. El segundo no.
El eco de su muerte retumbó y traspasó fronteras. «El cobarde muere mil veces, el valiente sólo una», le dedicó Alejandro Talavante. «Ha dejado huella aquí», dijo Santos López alcalde de Fuentelencina, el pueblo de Guadalajara donde Fandiño vivía. Su muerte fue la noticia más vista del periódico inglés 'The Guardian'. En Bilbao, la junta de Vista Alegre dijo que esta plaza «siempre le tendrá en su recuerdo». Su adiós, añade, «engrandece su figura». Así se despiden todos de Fandiño, el valor de un torero.